No sé qué encanto tiene, no. Quizás magia o eso entiendo cuando hablo de “lidara”, un punto de encuentro de mujeres, niños que van agarrando la melhfa de su madre, que se esconden por timidez si ésta para a saludar a quien sea por el camino o que simplemente cargan con el saco vacio y la siguen el camino a donde les lleve y por supuesto de los ancianos que tantas veces he visto jugar las ” Damas”, de cómo su rostro refleja la verdadera resistencia, de cómo sus frágiles manos, moviendo unos palos en la arena, dictan la sentencia de la continuidad y no del conformismo, de cómo detrás de sus turbantes oscuros se sostiene un largo camino y recorrido que contar de tanta vida que ni si quiera mi mente es capaz de asimilar. Y por supuesto de cualquier coche que pasa por allí para ayudar a acercar la comida.
Lidara, es el ayuntamiento de cada Daira, en donde cada cierto tiempo se reparte comida por cabeza de familia. Para ello cada representante de barrio organiza grupos de cinco o seis familias para facilitar su labor a la hora de repartirlo. Es oír la voz de la representante de mi barrio llamarnos por megáfono, y se para todo. Se busca un saco y se va a Lidara. A veces despacio y otras tantas de prisa, siempre en compañía de la vecina que una pasa a buscar a la otra y aprovechan el momento de comentar cualquier acontecimiento, es el camino de ida y vuelta que solo los pasos de quienes han pasado por allí minutos antes indican el recorrido que a diario hacen cualquier Saharaui que acude a por sus alimentos.
Es como digo, el reencuentro, instantes que aprovechan para intercambiar información y por supuesto de cotilleos. Rutinas que nunca serán titular de ninguna prensa. Después llega el intenso momento de la recogida, de cargar con la comida y acercarla a casa; también las hay como yo que, tantas veces por evitar esa carga, he parado coches sin saber de quién se trataba y pedido que me ayudasen a acercarlo. Todo es filosofía de supervivencia, de adaptarnos a las condiciones, nos puede costar más o menos pero las tardes en Lidara, escuchando a unas y a otras no lo cambio por nada. Y es que no se trata del cómo, ni del cuándo, que también, si no del dónde y con quién. No sé qué encanto tiene, no, quizás magia o por lo mismo un hábito más saludable de mi infancia y adolescencia en los campamentos.
Benda Lehbib Lebsir.
Imagen: Marcello Scotti.
Lidara, es el ayuntamiento de cada Daira, en donde cada cierto tiempo se reparte comida por cabeza de familia. Para ello cada representante de barrio organiza grupos de cinco o seis familias para facilitar su labor a la hora de repartirlo. Es oír la voz de la representante de mi barrio llamarnos por megáfono, y se para todo. Se busca un saco y se va a Lidara. A veces despacio y otras tantas de prisa, siempre en compañía de la vecina que una pasa a buscar a la otra y aprovechan el momento de comentar cualquier acontecimiento, es el camino de ida y vuelta que solo los pasos de quienes han pasado por allí minutos antes indican el recorrido que a diario hacen cualquier Saharaui que acude a por sus alimentos.
Es como digo, el reencuentro, instantes que aprovechan para intercambiar información y por supuesto de cotilleos. Rutinas que nunca serán titular de ninguna prensa. Después llega el intenso momento de la recogida, de cargar con la comida y acercarla a casa; también las hay como yo que, tantas veces por evitar esa carga, he parado coches sin saber de quién se trataba y pedido que me ayudasen a acercarlo. Todo es filosofía de supervivencia, de adaptarnos a las condiciones, nos puede costar más o menos pero las tardes en Lidara, escuchando a unas y a otras no lo cambio por nada. Y es que no se trata del cómo, ni del cuándo, que también, si no del dónde y con quién. No sé qué encanto tiene, no, quizás magia o por lo mismo un hábito más saludable de mi infancia y adolescencia en los campamentos.
Benda Lehbib Lebsir.
Imagen: Marcello Scotti.
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