Benda Lehbib Lebsir.
El día de un niño refugiado transcurría, casi siempre, con la misma rutina, aunque de vez en cuando había alguna variación, sobre todo cuando caía la lluvia. Recuerdo la primera vez que fui a la “badia”, que es como llamamos a los Territorios Liberados; pasamos muchas horas de viaje, incluso días, pero claro, llegó un momento en el que nos asentamos. No sabría precisar exactamente la zona, pero sí que recuerdo el viaje con exactitud; mi madre, los días previos, se dedicaba a recoger la jaima, a dejar todo en orden, puesto que nos íbamos para una larga temporada. Durante el viaje cada uno se encargaba de una labor: mi madre de hacer el pan, el pan de arena, y no era un pan cualquiera, para posteriormente mezclarlo con una salsa de carne y verduras que daba lugar a “mreifisa”, la exquisitez en estado puro. Mi padre, por su parte, se encargaba hacer el té y de todo lo relacionado con el agua. Para mis hermanas y para mi, que bien pequeñas éramos, ese viaje era todo un reto. Nos ocupábamos de mi hermano, de recoger las mantas y cómo no, de fregar algún que otro cacharro. Una vez llegamos a nuestro destino en la badia, montamos nuestra jaima, y según iban llegando a lo largo de esos días, rápidamente se nos juntaban nuestros familiares. Éramos varias jaimas “frig” con rebaño incluido. En cada jaima se hacía el té diariamente, y alrededor de esa rutina mis padres y mis tíos pasaban un agradable momento jugando a las cartas, a “sig” juego de palos y arena muy tradicional en la cultura Saharaui, y mientras tanto los niños escondiéndonos por aquellas rocas, supongo que jugando a otro juego de los nuestros. Así pasábamos los días y tengo la certeza que así los están pasando quienes por estas fechas están en esas circunstancias, que me consta que son muchos, y mucho les envidio, os lo aseguro. Era la infancia, el día a día de un niño refugiado que rompe la rutina para conocer otra de sus realidades desconocidas. Es el viaje del retorno al origen beduino del Saharaui.