sábado, 11 de mayo de 2013

Las hullas del Maestro

 Mohamidi  Mohamed Fakal-la.
Musa abrió los ojos en las cercanías del aeropuerto. Descubriendo a su manera  un mundo que sus progenitores,  beduinos de los páramos del sur, no habían imaginado que algún día se viesen ante una situación  distinta  a la que habían conocido en otros tiempos. El  contraste entre una  vida errante al brusco cambio de una sedente ración,   eran designios inequívocos de una  racha que comenzaría desde entonces escupiéndose  precariedad.  Es sabido, que toda  mudanza  de un  espacio abierto a  otro cernido  acarraría, sin duda, consecuencias desfavorables. Y para  no perecerse. Por lo tanto, se ajustarían  a las circunstancias. Y allanan el  camino ante la dificultad inquietante.
Los Padres de Musa fueron curtidos por las adversidades. Destacándose  igualmente como adiestrados pastores de esperanza. Seguidores de los parajes y  las nubes. Sujetos a una  fascinante impronta conquistada  con  paciencia, bajo el sello del colectivismo y la austeridad. Atentos a no  ser  engañados por espejismos. Espejismos que no   abrevan a sus hatajos sedientos.
 Los barracones y chabolas  de las “Moscas” de la ciudad de El Aaiún, emergieron haciendo sombra triste al aeropuerto,  a  pocos metros,  del vertedero que les dio de nombre. Centenares de familias fueron trasportadas en las carrocerías de achatados  camiones  Pegaso del tipo 1065 desde Tires,  después de una severa sequia que hizo estragos con sus animales. Desprotegidos, fueron arrojados con sus escasos bártulos en las periferias de la ciudad, donde levantaron su nuevo campamento, pero en esta ocasión fabricado con madera y hojalatas. Y desde entonces comenzaron a organizarse y multiplicarse entre el ruido de los  reactores de los aviones y las pirámides de basura.
 Las alambradas que acorralan la terminal área constituyen sin embargo una línea divisoria, un confín de decenas de  hectáreas arrebatadas a las arena, y asfaltadas con mucho empeño por una empresa que su nombre se destacaría con el tiempo con  tres letras mayúsculas. Una frontera geográfica infranqueable que separe dos mundos. En uno  de ellos cunde  la penuria, la rutina y la incertidumbre. Es el barrio de los pobres; sin alambrado  eléctrico, Carente de agua potable y de los servicios mínimos de higiene y de salud. La otra faceta contraria,  comenzaría en el mismo  lado opuesto de las  rejas del aeródromo, donde se asocian los intereses y se establezcan los parámetros de un mundo atado al bienestar personal, al consumismo desenfrenado, a la vanidad y al lujo de viajar. Dos vertientes,  opuestas, donde se saborea el cáliz de la vida de manera totalmente distinta.
La abismal diferencia se  constata desde las alturas del cielo, desde las escalarias del avión,  desde las rejas de demarcación de la pista de los aeronaves, donde los barracones se yerguen en desorden como trufas o champiñones. Pero todo es efímero, en los ojos de los recién llegados. Pasados los controles de aduana de la terminal aérea se adentran en su quehacer turístico  para dejar a sus espaldas  los condenados de los barracones de” las moscas”. Mientras que otros viajantes,  compadeciéndose, intentan no  volver  la vista atrás para no constatar las destartaladas barracas que esconden en sus afueras y en su interior la paupérrima vida de muchas familias. No obstante, Los viajantes  de medio mundo se encontraban desde ese momento entre la impactante tristeza de los barracones y la  seducción virtual de la idílica naturaleza del desierto. Donde los   hábitos,  el dialecto y  el folklore de los nativos absorben momentáneamente aquella  primera imagen  que cala en la conciencia de cualquier  turista o viajante. Toda una realidad que ocultaba mucho que contar. Los turistas que vaivén  de lejanos y distintos lugares en busca de un rayo de sol y las cálidas dunas del desierto, regresaran  en el próximo vuelo internacional a sus tierras con el placer conseguido y sus cuerpos bronceados como nunca.
 La Pandilla de musa. Verlos juntos, parecían  hermanos. Y lo eran, porque estaban aunados por las calamidades y por el dolor de las periferias de la ciudad. Fueron  Circuncidados el mismo día a mano del señor chawi. Los pequeños recordaban ese día de lágrimas, pero también de fiesta y de  golosinas que, el viejo barbero del barrio cementerio, le  regalaría  a cada uno de ellos, después de ser operados. Todos los niños de la barriada le recordaban con esa barba de largos mechones algodonados. Las  manos adiestradas con las que operaba las afiladas herramientas de su noble profesión. El hombre Siempre  iba vestido de blanco en compaginación con un turbante del mismo tinte, enrollado a la cabeza  con permanencia. Y en las noches de Ramadán tamborilero, en el corazón durmiente de la ciudad,  anunciando el momento de ASAJUR.
 Inocentes, los niños,  recorrían, de punta a punta las diferentes barriadas, detrás de los extranjeros en sus paradas obligatorias por las arterias de la ciudad. Desde el  Bar de Imma pasando por la casa  “la galiba Il-la  Allá” de los Fdeid  hasta el bazar de Ahel-Gardag, pero  en la otra  esquina contigua, aprovechan la estancia para  saborear la deliciosa supina de Mohamed El gahuasi, sin olvidar, la larga charla con acento alemán del  Señor  Abdi con los turistas; que regatean a su gusto un objeto o una alfombrita tipo Aladino que llevaran a sus diferentes destinos como  recuerdo de los días del  desierto. Abdi, el vendedor ambulante de los anillos de plata y fantasía rebujada, hecha  bajo las bóvedas del singular zoco de los moriscos, próximo a la plaza de las canarias. El oasis de Lemseyed, última parada del recorrido de alemanes, ingleses, americanos,…  culminaría  habitualmente,  con un paseo a lomo de camello, un té con espumas y unos pinchitos picantes de despedida, con aires de folklore del tamtan, y los cantos  de  Josefa e Izana.
 Mientras que los niños de los barracones de las Moscas les sorprende la noche cansaditos, a vuelta a sus chabolas míseras, pero con el orgullo desmesurado  en haber aprendido a diferenciar entre una peseta, un franco francés, una libra esterlina o una lira italiana. Conocían las monedas de medio mundo, y memorizaban a solas  canciones de nanas de tiempos de guardería.                            
 Musa dejó atrás las ingenuas páginas de la infancia, sin haber siquiera soñado en acomodarse algún día en una butaca de esas  líneas aéreas que perturbaban el sueño de su mugrienta barriada. Pero  no dejo en absoluto las muletas que heredó de una poliomielitis que contrajo de pequeño cundo, a hurtadillas, se banaba en el charco del lavabo de la aviación. Sin embargo, dos monjas de Lanzarote se compadecieron de su estado de salud .En un avión le llevaron a su lejano convento. Y regresó año después, hablando el idioma español. Sin liberarse de los recuerdos de la infancia que continúan  despertando en su conciencia  un  desafío similar al de sus ancestros.
Ahmed, el padre de musa, venía arrastrando el peso de los años, detrás de los hatos de camellos y cabras que había heredado de un abuelo materno, para encontrarse después encerrado en un barracón de madera forrados sus adentros con cartón y tela de segunda mano. Un día a solas,  se encogió de hombros,  al ver que venía en su busca una rojiza tormenta que eclipsaba  el cielo alrededor de la tierra donde habitualmente habitaba. Empujado por la curiosidad del fenómeno atmosférico, inmediatamente, desfundo el catalejo que tenía guardado entre los aparejos provistos para las largas travesías de antaño. Y no dudo, en comenzar a contemplar todo lo que sucedía tanto  al hombre, a la tierra  y a los animales en aquel momento de suma perplejidad.
Los intensos bates de viento de otras alturas hacían la vida imposible. No se había precisado con exactitud la dirección final que tomarían las imprevistas tempestades. Los azotes iban levantando más arena, ofuscando la visibilidad alrededor del entorno. Eran finales de año, y el general se encontraba agonizante. El movimiento de aire arrastraría incontrolable; sacudiendo con fuerza extraña las humildes viviendas de harapos y chabolas. Construidas con cierta prisa por los desplazados, en un pedazo de tierra prestada.
En el crepúsculo de la tarde se sumaría una absorta quietud de la gente; sorprendidos por la avalancha de partículas  de arena. Los habitantes del campamento se mostraban entumecidos, mientras que el siroco fustigaba endurecidamente a todo lo que encontraba a su paso.
Pero al día siguiente, entre brumas de poca visibilidad, se distinguía a la gente en un continuo ajetreo en busca de sus allegados, sobrevivientes de Tifariti y de Um-dreiga.Venian cruzando fronteras, venían de otros lugares, menos seguros. En un reto: geográfico, humano, socioeducativo y cultural. Sobre todo, para los menores. En aquellos días de agitación, todo era confuso en el ojo del remolino de la tempestad.
La batalla de los vientos como la tildarían entonces, tenía como escenario un pedazo de tierra, de mar, de barro, de dunas y de Oasis. Unas tierras desconocidas, olvidadas a su olvido. El descontento de los sobrevivientes se despuntaba en el semblante. Sentían  la Insolencia en carne propia, agobiados por las promesas y por la mutación constante de un lugar a otro, diferente.
Los desplazados no ocultaban igualmente las huellas profundas remarcadas en sus cuerpos a causa de la fuerza del Abrego, los alisios, el siroco y el cálido efecto de charguia.Toda una contraposición, y un intento nulo de reencuentro con los consistentes brazos  de antiguos pescadores cambiantes de la caña y el anzuelo por otras herramientas que  esgrimieron en defensa propia. Por tanto, habían  remado a una marea indeseable en su en contra, esa era la ilusión que habían descubierto al tratar de interpretar los designios de un sueño   profundo. Y en sus andanzas quedas  prescrito las hazañas de  un duelo  permanente. Florecieron sus nuevos gajos con nombre diferente, pero con un apego permanente al pasado, a los albores de la historia, a la tierra prometida; que despertó en ellos  una  conciencia colectiva y  un afán de lucha contra  viento y marea
Fueron llamados  a aprender la lección. Pero también están   llamados a no olvidar. Debían sentir con orgullo en ese largo viaje por la historia  que han sido  nómadas, albañiles, pescadores y alfareros de una estirpe que engendro un cruce de moriscos y negreros. Y debían  sentir igualmente,  que fueron a  catapultados  lejos de sus tierras, a fin de  que no olvidasen igualmente  la lección de las últimas páginas  de la historia de sus antepasados. Es verdad que en todo ese recorrido, emprendieron otro camino, y a medio camino, vinieron los dictados malamente señalados, Y cuando ya se encontraban en otros confines nada símiles, no les tendieron  un ramo de flores, y   Se quedaron anclados en un lugar de estío, donde la primavera  nunca se asomase para darles un merecido respiro.
Sus tiendas de lona, calles de adobe, corrales, y cabras que en lugar de pacían en pastos seguros,  corren  detrás de pedazos, sin reciclar, de  cartón lejanamente  fabricado para otros fines: Todo ello, simboliza la continuidad del derecho a la precariedad, no a la vida, ni a  la opción de la libertad. De esa realidad tan drástica se establezca una estructura social heredada de siglos de dominación, de sometimiento, de miseria, de analfabetismo y de abandono. Sin olvidar, claro está, los marineros portadores de ideas “civilizadoras” y que ocultaban en sus gigantescos  baúles asentados en las  bodegas de las goletas, cartas de rutas bien protegidas con pergamino; en las que se descubren líneas imaginarias de insólitos mares de arena, de caravanas codiciosas de venta de oro, de sal y de trata negrera.
La historia en todos sus  confines se interpreta por las mismas   restricciones de una situación inestable, donde la gente ha sido privada del saber durante muchos años, a fin de que   se redujesen sus capacidades humanas y educacionales. También hubo mucha desesperación, cuando las órdenes cebaran  a inocentes por rehusar la injusticia  indeseada. Mientras tanto, las huellas de la criminalidad individual y colectiva aún no se han borrado, al igual que  las lluvias extrañas  de napalm que llevaron las  lindas manos  de la  niña de los pelos rizados, cuando vanamente intentaba dibujar un pájaro de bronce en las alturas del cielo, en un día soleado.
El curso de los acontecimientos no varió tanto y, a simple vista, se determinaron los principales contrincantes, pero a la larga crecían  como enanos de un viejo circo errante.  Mientras que los  más optimistas se quedaron expectantes, sin saber  igualmente por donde soplarían los próximos vientos; y cómo será el color de los actuales  y cómo fueron los de entonces. Por ello, ya nadie será capaz en dirimir acuerdo alguno que cambiaria la dirección de los vientos que continúan soplando tenazmente las raíces de tu propia existencia.
Llegados de todos los confines. Vinieron a  pie, en land rovers  y en camiones, se reunieron en un antiguo cráter de volcán y recordaron en silencio la localidad de Amgala.Venian ataviados con anchos y alargados atuendos para combatir la ferocidad del  frio, las epidemias, la hambruna y el silbido de los obuses de aquellos años. No claudicaron, pero  se quedaron contemplando el pedregoso altozano por donde se asomaría un  embajador de todas las naciones del mundo.  Creían  que en un par de días, les llevaría, valiéndose de las resoluciones,  a sus casas, a sus jaimas y a sus Barracas de las mediaciones del aeropuerto. Sin embargo, siguen esperando en el mismo lugar,  mirando el  altozano a que apareciese un nuevo comisionado, después de cuarenta años, de la visita del primero.
En medio de ese ambiente cargado a no poder más por las dolencias. Musa  apareció entre la muchedumbre, expectante frente a sus tiendas de lona, para anunciarles el deseo de no esperar a que amainasen los vientos para reanudar el aprendizaje de los niños del presente. En efecto, a primeras horas del amanecer, jueves doce del mes diez, hombres y mujeres, todos juntos, pusieron manos a la obra. Y levantaron  la primera escuela de ladrillos de adobe en uno de los campamentos, cuya mayoría eran nietos de los antiguos inquilinos de los barracones de las “moscas”.
Ese día, los niños hicieron caso omiso a todo lo que ocurría, porque muchas cosan no las entendían. Se reunieron agradecidos entorno al maestro, y ojearon con detenimiento las páginas de las nuevas cartillas, donadas por asturiana señoría, a fin de que no se olvidasen las  siluetas de los molinos de la Mancha.
Las partículas de polvo a cegaban a los niños, que se esforzaban a vislumbrar con dificultad las letras de comienzo de camino. A pesar del duro momento del refugio, los alumnos se mostraban fascinados por la lección del maestro, en donde se deducen los pasos de cómo la tormenta pario con el di cursar del tiempo una  muralla de arena. 

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