domingo, 12 de octubre de 2014

El vaivén y los equilibrios de la Unidad Nacional saharaui



En aquel colegio internado, de educación primaria, que sigue ocupando un rincón especial en la nostalgia de lo mejor de nuestras vidas, teníamos asignaturas muy curiosas. Estaba, por ejemplo, Educación Islámica, en la que nos esforzábamos por memorizar el Corán; o Educación Nacional, en la que se nos inculcaban los valores del Frente Polisario, los símbolos nacionales, etc….; “Almahfudat”, que consistía en memorizar poesía, versos para alimentar nuestra alma nómada y soñadora; y también nos enseñaban Historia del Sahara.

Mi maestro decía que el pueblo saharaui se caracterizaba por su hospitalidad, valentía y honor, pero sobre todo por su unidad. Y a pesar de que los saharauis eran un conglomerado de tribus heterogéneas, con distintas ocupaciones para su supervivencia, nos decía que todas estaban representadas en el “Majlis Ait Al Arbain”, o “Consejo de los Cuarenta”. Un Consejo mítico, que hoy sigue siendo objeto de controversia, tanto en la literatura como en el imaginario popular. Sin embargo, sí hay un relato común sobre la necesidad, establecida, de acuerdos unánimes entre todas las tribus para aquellos asuntos que afectaban al conjunto de los saharauis.

España en su época colonial instrumentalizó a las organizaciones tribales como intermediarios en su política indigenista, tanto para resolver como para crear conflictos. Las tribus estuvieron “representadas” primero en la “Yamaa” (en árabe “grupo” o “agrupación”) y al final de la colonización, en un arrebato de modernidad, y sobre todo para restar el apoyo creciente de la población al Frente Polisario, en el Partido de Unión Nacional Saharaui (PUNS). Un partido organizado y  teledirigido, con no pocas complicidades, desde la metrópoli.

Sin embargo, a ojos de los jóvenes fundadores del Frente Polisario, ninguna de estas estructuras político-tribales representaba la necesaria y auténtica unidad de los saharauis como nación, para afrontar la nueva etapa de la postcolonización, que ya se vislumbraba a finales de los años sesenta.

Luali, convertido en líder del movimiento anticolonial saharaui, proclama su fe en la posibilidad de la Unión Nacional. Convoca a todos los saharauis a unir fuerzas y enterrar el tribalismo como factor de división y obstáculo histórico en la construcción de un Estado saharaui y una sociedad de nuevo cuño en el Sahara Occidental, basada en los principios del socialismo de la época, en el que el interés del colectivo y de la nación debía primar por encima del individual o tribal.

Así el tribalismo, junto a la esclavitud, pasó a catalogarse como uno de los ”pecados mayores”  (“jarima sauda”) en el código ideológico de la joven revolución. Y si bien nunca se ha dictado decreto oficial alguno para abolir estos dos fenómenos, sí es cierto que quienes los practicaron o enaltecieron fueron acusados y condenados al aislamiento o la estigmatización por la mayor parte de la sociedad.

Por desgracia, tan sólo trece años después de aquel histórico 12 de octubre de 1975, el efecto del hechizo, que había convertido a una ancestral sociedad tribal en una gran hermandad nacional, empezó a diluirse. El liderazgo de la dirección del F. Polisario se debilitaba por las divisiones internas; en unos casos por abusos de poder, en otros por permanentes demandas de mayores cuotas de representación. La solución, cómoda pero de trascendentales efectos como veremos, se encontró recurriendo a un nuevo enfoque del tribalismo, que aunque proscrito permanecía latente. Este nuevo enfoque es lo que podría denominarse “tribalismo político”, que ya sin ataduras, irrumpe con una virulencia desconocida hasta entonces.

El nuevo régimen de “tribalismo político” va a exigir permanentes equilibrios de poder y de representación entre las distintas tribus y fracciones e irá generando una dinámica de crispación en la sociedad saharaui, que amenaza constantemente la convivencia e impide la construcción de un Estado democrático, garante de derechos y libertades, y sometido al imperio de la ley.
  
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El “tribalismo político” responde a unas lógicas de intereses materiales, en las cuales las élites políticas se convierten en equipos tribales extractivos, que actúan en detrimento de una distribución equitativa de los pocos o muchos recursos y de una gestión eficaz de unos servicios públicos básicos.

Por otro lado el “tribalismo político” se manifiesta como una ideología de exclusión y hasta odio hacia “el otro”, en base a una supuesta superioridad de la tribu propia sobre las demás. Superioridad que otorga la “legitimidad”, en el ejercicio del poder, para actuar en beneficio propio o de la tribu, por encima del interés general e incluso al margen de la ley.  Convirtiéndose así en un método generalizado y eficaz de movilización y manipulación de los miembros de las tribus dispuestos a obedecer “ciegamente” a la élite, y que ven, llegado el caso, en cada miembro de otra tribu, a un adversario o competidor.

El investigador congolés Jean Calude Beri, en un artículo titulado “el cinismo del tribalismo político”, habla del culto obsesivo a la tribu y su manipulación cada vez que hace falta. El “tribalismo político” se acaba infiltrando en todos los niveles de las instituciones y escenas de la vida política, dejado relegadas a un segundo plano las funciones básicas del Estado, que puede quedar como un zombi, que ha perdido el impulso vital de los valores e ideales que constituyeron la unidad en torno al proyecto de construcción nacional.

Pero, y a pesar de todo, no creemos que el tribalismo en general (no nos referimos obviamente al político, ya criticado), se deba condenar de forma absoluta. Sería miope no ver algunos aspectos positivos que comporta. El tribalismo es una mera extensión de la familia y como ésta establece entre sus miembros unos sólidos lazos de afectos, ayuda mutua y solidaridad. Lazos de supervivencia, cuando el entorno es hostil y el Estado débil y carente de recursos. El tribalismo contribuye, como la familia, a un cierto grado de cohesión social. Y por último caracteriza una identidad inevitable de partida, antídoto de la anomia, que con la rebeldía necesaria podemos ir reconfigurando a lo largo de nuestra vida.   

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En el caso saharaui, “el tribalismo político” intenta mantener unida a la sociedad en base a los equilibrios tribales. Equilibrios que comportan un permanente y rotativo reparto del poder político, de la gestión de los asuntos públicos y de los privilegios e influencias, que se mantienen y actualizan, desde el alto el fuego, congreso a congreso, hasta el presente. El “tribalismo político” ha contribuido a exacerbar progresivamente la conciencia tribal de los saharauis; que ha acabado desembocado en la promoción de la mediocridad, la generalización del cinismo como práctica política, y un nivel preocupante, sin precedentes en la historia saharaui, de nepotismo y clientelismo.

Puede que las élites saharauis se sientan todavía hoy cómodas en este maremágnum de incertidumbres y división interna, pero, “aviso a navegantes”, la opinión pública saharaui, con este asunto del “tribalismo político”, está indignada a todos los niveles. Recientemente un saharaui escribía en internet “El colonialismo nos dejaba elegir los representantes de las tribus, ahora no ocurre así, son nuestros dirigentes quienes imponen para los cargos a quienes son más favorables a sus intereses”.

En el camino de estos 39 años, el régimen de “tribalismo político” ha sido nefasto, debilitando nuestra moral y  fracturando nuestra unidad. Sin embargo, extramuros de este régimen, sigue vivo el sueño de muchos saharauis de convivir en paz, libertad e igualdad, en derechos y deberes, en su tierra. Por respeto a este sueño y por todos los que de una u otra forma siguen depositando su confianza en la actual élite, apelamos, en un día como este, a una reflexión colectiva y a un diálogo nacional serio y constructivo, con la voluntad de reconciliación como única premisa.

Dejemos en la cuneta de la historia tanta crispación, tanta mediocridad y tanta ignorancia.


Lehdía Mohamed Dafa

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